Addis Abeba: entre Fragancias, Felinos y Hienas

Alejandro Estivill

Junio 2024

Había una vez, entre los diplomáticos acreditados en Etiopía, un relato de buen talante que recorría bocas y oídos al recordar una aventura con animales feroces, perfumes y paciencia. Cuenta la historia que cuando el rey Menelik II fundó la capital de este país (Addis Abeba o “flor nueva”), decidió buscar siempre un espacio idóneo, con buen clima y exento de alimañas, de serpientes, de malaria y otras enfermedades tropicales. Quiso que su capital quedara ubicado al centro de toda la geografía etíope, como unidad simbólica entre las etnias diversas de su imperio y su magnificencia: algo acorde a su poderío (no sería cualquier cosa que él hubiera sido el vencedor de los italianos invasores en la batalla de Adwa de 1896, con lo que se destruyó la fuerza misma de la doctrina del Destino Manifiesto). Pero más buscó, al establecer su capital, lograr el reconocimiento de las grandes potencias al nivel de sus méritos de fama, ahora fama global.

Comenzó entonces a ofrecer terrenos; todos ellos, buenos lotes de gran dimensión alineados hacia la parte norte de la ciudad. Magníficos espacios para potencias europeas y americanas. Reino Unido, Bélgica, Rusia, Estados Unidos, Francia, Alemania, España y la propia Italia cuentan hoy con hectáreas de bosques gracias a ese gesto fundacional de quien fuera magnánimo en su victoria; grandes terrenos diplomáticos de diversas dimensiones, pero notables por albergar más de lo que se conoce como una embajada tradicional.

En el caso francés, el terreno de su embajada no sólo acoge un gran bosque con cancillería de notable dimensión, residencia de embajador, caballerizas, refugio de tortugas y espacio para esparcir aquí y allá diversos edificios para servicios, invitados, trabajadores y demás. Más aún, dio pie a una colonia etíope completa adyacente, conocida como Ferensay (ፈረንሳይ) que cuenta con 40 mil habitantes, mezquita, parque, panadería con exquisiteces, iglesias ortodoxa y católica, y equipo de futbol, entre otras peculiaridades afrancesadas.

Alemania, otro de los terrenos más notables por sus dimensiones y variedades, no se queda atrás con una bella selva bardeada, notablemente más céntrica que el conglomerado francés. Ahí fue donde, más de 100 años después del fallecimiento de Menelik II, las cámaras de seguridad registraron la presencia de un sonriente leopardo. Esas cámaras, indispensables en este tipo de fortalezas diplomáticas en una ciudad repleta de peligros, exhibían un animal fiero, flaco, hambriento y correoso, pero imponente por igual. La bestia había decidido pasearse principalmente por ahí por el vestíbulo de la zona consular entre los varios jardines y edificios diplomáticos alemanes.

Los leopardos en Addis Abeba están más presentes de lo que se esperaría en una urbe de cuatro millones de habitantes, conspicua como pocas, con tráfico caótico y desbordado, capital política de África y espacio de un profuso y bullente comercio. Las hienas, siempre en grupo, se escabullen también por las malezas que generan los ríos al atravesar la ciudad, y son visitantes ocasionales durante la noche, aunque no entran a las embajadas porque andan siempre a ras de la planicie. Un leopardo acostumbra trepar árboles, brincar de follaje en follaje ignorante de las bardas, por altas que las construyan, y no tiene empacho en permanecer solitario para ocultarse donde mejor le venga en gana.

El rumor popular afirma que entre leopardos y hienas se mantiene a raya el crecimiento poblacional de los perros y los gatos callejeros, que por cierto son muchos. Estas dos especies de grandes depredadores son lo alto de una bizarra cadena alimenticia urbana. Más rotundo es el comentario que establece con certeza —yo albergo algunas dudas— que los mendigos y desamparados vagabundos que carecen de techo, duermen con frecuencia en la parte alta de los pasos a desnivel, a centímetros del correr veloz y peligrosísimo de los autos; y escogen semejante “refugio sin refugio” porque ahí no llegan las hienas de noche. En un parque, debajo de un puente o en cualquier callejón oscuro, un hombre podría ser manjar apetecible para semejantes manadillas carroñeras, sobre todo si lo notan débil, enfermo o tullido.

Cuando le mostraron la imagen, el embajador de Alemania llamó al servicio de cuidado a la vida silvestre de Etiopía temeroso de que el felino bajo su jurisdicción tuviera exceso de hambre y eligiera algún chiquillo, hijo de funcionario o de un peticionario de visa. Tal dependencia pública, complicada por muchas prioridades más y con escaso presupuesto, se hizo de rogar y solicitó los recursos financieros para atender el caso. El Embajador, un tanto sorprendido, se vio obligado a recurrir a sus propios medios. Pronto se halló explicando lo del leopardo a un veterinario, amigo de salvar a esas pobres bestias y poseedor de los pocos rifles en el país con dardo tranquilizador. El problema sería, dijo aquel especialista, atraer y luego capturar un felino sabio y diestro que duerme invisible en la copa de un árbol y se mueve cauteloso y certero apenas en horas selectas de la noche.

Había una solución: se confeccionó una jaula grande en cuyo centro había que colocar un señuelo. Nada mejor como carnada, decía el especialista, que un gato de tamaño medio y preferentemente de rayas blancas y negras porque eso lo hace vistoso y atractivo. El embajador preguntó por la suerte del pobre gato y se le aseguró que aquella celda estaría diseñada con otra celda interior para que su ocupante, la carnada, no corriera riesgo alguno. ¡Adelante entonces con la búsqueda del gato voluntario para atrapar a la bestia!

No. Un momento. El ducho veterinario comentó que un gatito rallado no sería suficiente. Se requería de un extra, un olor especial. Y sucede que los leopardos, al menos los de Addis Abeba, son afectos a caer en la atracción seductora e irresistible que les suscita un solo perfume: Obsession de Calvin Klein. La captura no se lograría con CK Be, tampoco Eternity, menos una fragancia externa como Poivre de Caron, Anaïs Anaïs o Jardins de Bagatelle de Guerlain. No, nada de eso. Obsession de Calvin Klein u Obsession de Calvin Klein. Así que… a conseguirlo.

Esta fragrancia Obsession surgió en los laboratorios de la empresa del diseñador americano Calvin Richard Klein allá por 1985, lo que la convierte ya en un clásico… Pero está lejos del CK-One que ha cumplido 30 años ininterrumpidos en la cúspide. Obsession es un aroma exitoso, pero su presencia ha decaído desde el 2014 hasta nuestros días y ya no es cosa de que esté a la venta en cualquier esquina. Menos se le halla en tierra etíope donde cada importación, del producto que sea, es todo un problema. En los catálogos que circulan entre diplomáticos (apenas hay dos libros accesibles, delgados, deprimentes y repetitivos), no aparece el Obsession; y el embajador alemán, fiel a su disciplina para seguir las instrucciones del especialista, se resignó a enviar el más extraño de los comunicados que hubiera lanzado como jefe de la misión alemana en la capital diplomática de África hacia la reducida comunidad germánica de la ciudad. ¿Alguien tendrá por casualidad una botella del perfume o del agua de colonia de Obsession de Calvin Klein? Es muy necesaria, importante. Se trata de una causa humanitaria, ecológica, orientada a la preservación de la vida animal. A alguien, hombre o bestia, uno u otro, se le estaría salvando la vida con la generosa aportación de una botellita de Obsession de Calvin Klein.

Una dama entre las aludidas resultó la feliz poseedora de una de las últimas botellas en Addis y la ofreció gustosa. Era tiempo de bañar sutilmente al gato-carnada, evitando igualmente remojar al cazador quien se mantenía alejado de la operación y que se colocaría cuidadosamente con el ángulo adecuado para apuntar su rifle y el dardo tranquilizador. Él no debía portar aroma de perfume que lo pusiera en peligro directo ante un leopardo atraído, obsesionado y pasional.

Se armó la trampa y el gato oloroso, carnada del momento, comenzó a maullar.

La noche llegó. El maullido cubría irredento el ambiente. El leopardo no se presentó. Pasó una segunda noche de maullidos, de olor, de pelambre perfumada. No hubo movimiento. Tres, cuatro noches…, y el leopardo, que pudo ser visto en alguna que otra cámara confirmando que aun pululaba por ahí, no aparecía en el ángulo esperado.

Cuando el hábil cazador, maestro en el uso de Obsession de Calvin Klein, se preguntaba si convendría cambiar la fragancia, y el embajador se manifestaba igual ansioso que preocupado, se optó por la paciencia. Llegó la noche número cinco y la seis, y algunos especulan que el veterinario especialista en fragancias quizá resolvió ir a la jaula y acariciar al gato hasta impregnar sus manos del inconfundible olor. Nadie sabrá de cierto si fue la fragancia o la condescendencia sabia del felino, pero en la noche número siete, el leopardo apareció como la misma Esfinge de Guiza o como las pausas ensayadas que tenía el tigre de Bengala de La vida de Pi. Se mostró fuera de toda ruta, paciente y enamorado para recostarse frente al cazador en un escampado distante de la jaula que se había preparado para su captura.

El dardo que se ensartó en su muslo fue certero y efectivo. El leopardo durmió apacible mientras lo cargaban a una camioneta, lo llevaban a kilómetros de la ciudad y le colocaban un collarín con GPS de alto precio que no le estorbaría, pero que habría de transmitir en tiempo real su localización. El veterinario podría determinar, con suficiente eficacia, lo que se conoce como su “reincorporación a la vida silvestre”; algo que se escucha paradójico cuando los leopardos y las hienas visitan de vez en cuando la propia vida silvestre de Addis Abeba.

Tal reincorporación tomó cuatro meses. Algo que se determina por la forma en que el animal salvaje retoma rutas regulares, establece territorios presumiblemente propios y velocidades de traslado más equilibradas. El leopardo terminó por reencontrarse con Addis Abeba con la ventaja de que ahora, si saltara a un patio diplomático, a un parque, a una iglesia, sería fácil alertar de su presencia y volver a optar por Obsession de Calvin Klein.

En toda la región de Addis Abeba, área urbana y rural, se calcula una población de 50 leopardos, no muchos, pero lejos de la extinción. Al momento de escribir estas líneas, el Embajador de Francia ante Etiopía, porta en su celular la foto reciente, una semana de antigüedad, de un enorme leopardo que ha tenido a bien mostrarse frente a las cámaras de seguridad de uno de los senderos de su terreno protegido por los preceptos de la Convención de Viena. El embajador francés nota con precisión que este hermoso ejemplar es más grande que el leopardo alemán. No porta collarín alguno, deambula un tanto enojado o confundido y, quizá, no anda en busca de un aroma que no sea otro que la mismísima edición especial y de colección, esa que se vende en botella roja, de Chanel No 5, cuyo exorbitante precio deberá solventar la recaudación fiscal y autorizada de la Republique.