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EL DULCE SINSABOR DE LA SIMULTANEIDAD *[1]
Alejandro Estivill
“Todos disfrutamos el derecho a tener un cuñado tranza”, decía mi padre.
Estar cuando las jugadas ocurren
Creo en la frase que decía mi padre, epígrafe de este escrito. Y como si fuera un don o una carta inicial en el juego de la vida, nos toca por igual el derecho a un pariente impresentable o un amigo fanático —hasta la náusea— de algún equipo. Mi amigo, en este caso, se llama Carlos y es aficionado enfermizo de los Broncos de Denver. Detenta, eso sí, una característica que he escuchado propia de varias aficiones y que trasgrede límpidamente la línea de la normalidad. Se expresa en una frase: “si no los veo, pierden” (“si no veo a mis Águilas, me fallan” —clamaba en la entrevista un orante de cantina con la casaca amarilla—).
Esta regla se asocia más con los fanáticos masoquistas de equipos condenados a no ganar (“con el Atlas, manque gane”) o con equipos asentados en el eterno “ya mérito”. El aficionado del Atlante es un devoto privativo, convencido de que su contacto con el equipo, aunque sea desde el inocuo consumo del espectáculo por televisión, tiene algo que ver con la forma en que el equipo jugará. Pero él, como aficionado, se considera falto de arreos para otorgar suficiente amor y, por ello, nunca es correspondido.
Hay equipos difíciles como novias difíciles. Y lo difícil tiene su valor. El equipo que no se deja querer fácil jugará mejor o peor en relación causal con el hecho de que ese aficionado esté mirándolo, esté conectado, esté amando.
Almas en llamas
Alejandro Estivill
Los reflejos blancos y rojos que embisten el aire húmedo son la clave para conocer con certeza el lugar donde uno se encuentra. Estamos ahí. No tenemos dudas; no porque conozcamos de tiempo ese aroma y esos muros craquelados, despostillados como víctimas de una infección de salitre, con la pintura abombada en sus ladrillos más bajos surgidos del pavimento con el tono herido del esfuerzo. La razón es otra: la ciudad misma, la ciudad es única en porches de tiendas con clientes que buscan un diálogo largo al visitarlas por una golosina; gente que espera una cortesía de excepción cuando compran un queso blanco, unos refrescos. Nadie confunde esos callejones empapados al ritmo de los chubascos cortos; y no hay persona que dude del sonidos de los autos viejos y luchones por encontrar un espacio al subir media llanta a la acera. La mirada general de sus habitantes saluda y, por igual, desconfía al cruzar con el vecino. La ciudad es única y sabemos que estamos en ella porque si no lo supiéramos, con nuestro nombre propio liquidado entre las manos, dudaríamos incluso de quiénes somos. Sabemos que estamos ahí, caídos. Es más, si nos presionan sabemos que estamos en el extremo sur, donde hay pueblos apelmazados más que urbe; barrios con su vibración exclusiva. Rebeldes y trasnochados que no se mezclan y llevan en alto el nombre de su santo, su mayordomo y su gente con tres o más generaciones de bañarse con la misma agua y el mismo ruido. Lo sabemos.
Pero en ocasiones vemos que alguien ya no reconoce y, al observarlo, nada cuesta sospechar que la madre de Alejandro, nuestro hombre alicaído, le ha hecho otra jugarreta a su hijo y lo ha sacado de quicio. Incluso ella que es oriunda de antaño, más allá de la memoria de todos sus vecinos, ha olvidado dónde vive. Y el efecto de ese olvido ha sido mayor de lo imaginado. Vemos que Alejandro sale de casa de su madre; avanza exaltado, tenso como un mascota sin dueño. Notamos que no sabe tampoco bien a bien que ése es su barrio, su colmena. Los charcos le son más profundos y no los esquiva como lo hace un lugareño; los fulgores le hieren y parece extranjero para brincar entre sus ráfagas. Pero todo lo visible, aun el refugio que debía ser su auto, le es hostil: rebosante de vapores, aquella máquina lo absorbe asfixiante. Antes de meter la llave para iniciar la marcha, notamos que grita algo adentro, algo con gesto salvaje... Quizá:
—¡Maldita! ¡Maldita!

Aporte de Quebec a mi carrera diplomática
Conferencia ante el Instituto de la Diplomacia de Quebec en ocasión del homenaje de despedida como Cónsul General
30 noviembre 2023
Alejandro Estivill
No puedo iniciar sin expresar mi mayor gratitud a la gente y al gobierno de Quebec. Han marcado mi vida para bien y me han dado mucho de lo que tengo hoy como persona.
Se me ha pedido que, con mi experiencia como Cónsul General de México y Decano del Cuerpo Consular por varios años, exponga lo que le significa a un diplomático hacer su trabajo aquí en Quebec. Quiero iniciar desde la perspectiva más general, tocar un pensamiento emotivo, quizá fuera de lo tradicional, sobre lo que las relaciones de México con Quebec viven actualmente y pasar a decirles lo que esta experiencia ha significado en mi vida personal.
Hace tiempo y debido a una tarea escolar, mi hijo aun pequeño tenía alguna vez que realizar una presentación sobre la profesión de su padre. ¿A qué te dedicas, papá? Soy diplomático. Y ¿eso qué es? Evidentemente, a él le era más difícil explicar mi profesión de lo que esto era para los compañeros, hijos de enfermeras, ingenieros, transportistas o programadores.
Presentación SEFIME Ventanilla de Asesoría Financiera 2023