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Addis Abeba: entre Fragancias, Felinos y Hienas
Alejandro Estivill
Junio 2024
Había una vez, entre los diplomáticos acreditados en Etiopía, un relato de buen talante que recorría bocas y oídos al recordar una aventura con animales feroces, perfumes y paciencia. Cuenta la historia que cuando el rey Menelik II fundó la capital de este país (Addis Abeba o “flor nueva”), decidió buscar siempre un espacio idóneo, con buen clima y exento de alimañas, de serpientes, de malaria y otras enfermedades tropicales. Quiso que su capital quedara ubicado al centro de toda la geografía etíope, como unidad simbólica entre las etnias diversas de su imperio y su magnificencia: algo acorde a su poderío (no sería cualquier cosa que él hubiera sido el vencedor de los italianos invasores en la batalla de Adwa de 1896, con lo que se destruyó la fuerza misma de la doctrina del Destino Manifiesto). Pero más buscó, al establecer su capital, lograr el reconocimiento de las grandes potencias al nivel de sus méritos de fama, ahora fama global.
Artículo en Archipiélago 109
La cara furtiva del trabajo consular.
Reflexiones ante una tumba.
Alejandro Estivill
Al caminar en la soledad de estos tiempos de pandemia por el famoso Cementerio Mont-Royal de Montreal, el destino me llevó a cruzar con una tumba. Monolito de buen tamaño, con dones generosos para su ocupante, pero ya víctima de la erosión y el olvido. El sepulcro está dedicado al Cónsul General de España, don Manuel García y Cruz, quien falleciera en enero de 1919. La fecha apenas se lee, casi obliga a palparla, pero detona una pregunta: ¿habrá fallecido por la mal llamada “fiebre española”? En tiempos de aquella demoledora enfermedad, prevalecían sistemas diplomáticos menos rígidos y, por ende, las designaciones contaban con orígenes más diversos. Imagino a don Manuel como hombre vinculado a la sociedad receptora, miembro quizá de esa misma comunidad o, al menos, adscrito como cónsul con periodos de tiempo mucho más largos.
Los textos que relatan la vida diplomática de la época, apenas terminada esa Gran Guerra de rostros, cuerpos y almas mutilados, hablan de la función que tuvo un cónsul en tiempos de pandemia: ante todo, determinar si una nacionalidad, una ciudad, un puerto e incluso ciertos barcos en específico merecían ser recibidos ante el temor de que portaran “la enfermedad”.
Imposible dejar de pensar en esa primera función: don Manuel, quizá, habría tenido que informar a su país de las condiciones que percibía desde su puesto para que se tomasen provisiones —generalmente cerrar fronteras e imponer cuarentenas—....
Artículo completo en: Archipiélago 109-110 by Palabra en Vuelo - Issuu
Amigo lector; amante del futbol. Si estás por leer este libro sabes algo o lo intuyes: el futbol puede ser mucho más que un juego, un espectáculo de los domingos o una convocatoria a dos equipos para la irrelevante obcesión por perseguir un balón, su caprichoso recorrido y el gol. Es una excusa para vivir, casi cancerosa, que se expande como la humedad y que engloba el placer, tanto por la libertad, como por los compromisos inquebrantables que cimientan nuestros grupos de amigos. Está lleno de las sorpresas, surgidas de los rebotes fortuitos e impredecibles o de habilidades mágicas, decantadas desde la “inteligencia espacial” que subraya Howard Gardner y que todos creemos tener, pero que algunos cracks (Pelé, Maradona, Ronaldinho, Messi...) destilan incluso involuntariamente en sus momentos de desidia.
Bienvenu
Je tiens à saluer la directrice du Conseil des arts de Montréal Nathalie Maillet et son équipe qui nous ont soutenus dans cet événement.
Je tiens à saluer particulièrement un ami de ce consulat, l'architecte Javier Senosiain. Il est le concepteur de cet autel. Il est un maître sans égal dans le monde entière de l'architecture; je salue a son épouse Paloma Jiménez, qui est la fille du grand compositeur, symbole maximal de la chanson mexicaine, José Alfredo Jiménez, à qui nous dédions cet autel.
La Coata, escultura y banca que adorna el Consulado de México en Montreal |
Con nuestra comunidad en Sharebrook |
Con la Alcaldesa Valerie Plante |
Con la Alcaldesa de Montreal, Valerie Plante y la señora Estivill |
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Altar de Día de Muertos en el Consejo de Artes de Montreal dedicado a José Alfredo Jiménez |
Con trabajadores agrícolas mexicanos, la fuerza de la mano de obra en el campo de Quebec |
Con ministra de Relaciones Internacionales y Francofonía de Quebec, Martine Biron |
Diálogo con el grupo de científicos mexicanos en Montreal |
EL DULCE SINSABOR DE LA SIMULTANEIDAD *[1]
Alejandro Estivill
“Todos disfrutamos el derecho a tener un cuñado tranza”, decía mi padre.
Estar cuando las jugadas ocurren
Creo en la frase que decía mi padre, epígrafe de este escrito. Y como si fuera un don o una carta inicial en el juego de la vida, nos toca por igual el derecho a un pariente impresentable o un amigo fanático —hasta la náusea— de algún equipo. Mi amigo, en este caso, se llama Carlos y es aficionado enfermizo de los Broncos de Denver. Detenta, eso sí, una característica que he escuchado propia de varias aficiones y que trasgrede límpidamente la línea de la normalidad. Se expresa en una frase: “si no los veo, pierden” (“si no veo a mis Águilas, me fallan” —clamaba en la entrevista un orante de cantina con la casaca amarilla—).
Almas en llamas
Alejandro Estivill
Los reflejos blancos y rojos que embisten el aire húmedo son la clave para conocer con certeza el lugar donde uno se encuentra. Estamos ahí. No tenemos dudas; no porque conozcamos de tiempo ese aroma y esos muros craquelados, despostillados como víctimas de una infección de salitre, con la pintura abombada en sus ladrillos más bajos surgidos del pavimento con el tono herido del esfuerzo. La razón es otra: la ciudad misma, la ciudad es única en porches de tiendas con clientes que buscan un diálogo largo al visitarlas por una golosina; gente que espera una cortesía de excepción cuando compran un queso blanco, unos refrescos. Nadie confunde esos callejones empapados al ritmo de los chubascos cortos; y no hay persona que dude del sonidos de los autos viejos y luchones por encontrar un espacio al subir media llanta a la acera. La mirada general de sus habitantes saluda y, por igual, desconfía al cruzar con el vecino. La ciudad es única y sabemos que estamos en ella porque si no lo supiéramos, con nuestro nombre propio liquidado entre las manos, dudaríamos incluso de quiénes somos. Sabemos que estamos ahí, caídos. Es más, si nos presionan sabemos que estamos en el extremo sur, donde hay pueblos apelmazados más que urbe; barrios con su vibración exclusiva. Rebeldes y trasnochados que no se mezclan y llevan en alto el nombre de su santo, su mayordomo y su gente con tres o más generaciones de bañarse con la misma agua y el mismo ruido. Lo sabemos.
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