Amigo lector; amante del futbol. Si estás por leer este libro sabes algo o lo intuyes: el futbol puede ser mucho más que un juego, un espectáculo de los domingos o una convocatoria a dos equipos para la irrelevante obcesión por perseguir un balón, su caprichoso recorrido y el gol. Es una excusa para vivir, casi cancerosa, que se expande como la humedad y que engloba el placer, tanto por la libertad, como por los compromisos inquebrantables que cimientan nuestros grupos de amigos. Está lleno de las sorpresas, surgidas de los rebotes fortuitos e impredecibles o de habilidades mágicas, decantadas desde la “inteligencia espacial” que subraya Howard Gardner y que todos creemos tener, pero que algunos cracks (Pelé, Maradona, Ronaldinho, Messi...) destilan incluso involuntariamente en sus momentos de desidia.
Pero sobre todo, intuyes que el futbol puede ser una fórmula para modelar el mundo o lo que en él pasa y merece ser registrado. Así lo intentó el periodista Franklin Foer con excesos de seriedad y acrobacia pretenciosa: How Soccer Explains the Word se llama su texto que estudia por igual las masas de fanáticos en Croacia, la corrupción en Brasil o los ideales libertario-nacionalistas del Barcelona F.C. Lo hace desde la perspectiva de un gringo, hecho curioso, ya que entre las más de 20 nacionalidades futboleras que estás por encontrar al acompañar los recorridos de Federico Fernández por las canchas del mundo, la estadounidense es la menos afín al poder hechicero de este juego.
Este libro de Federico Fernández es un asunto distinto; lo escribe uno de los pocos mexicanos cosmopolitas del futbol —algo extraordinario si recordamos la adicción de nuestra mexicanidad al aislacionismo chovinista—, convencido de que el futbol no ajusta exactamente con un modelo sociológico, porque nos aburriría. Tampoco embona con la descripción de un genuino estilo de vida, porque no le cabrían por igual sus contradicciones conceptuales e insoslayables (la batalla épica, la locura, el abrazo obsceno, el llanto ridículo o la cerveza banquetera para reír y comentar las peripecias del partido). Ni constituye una secta religiosa con profetas y dogmas infalibles para dejar de cuestionarnos de una santa vez, porque de serlo perdería su espectacular universalidad democrática y relativista.
El futbol es quizá un espejo al que cada quien habrá de darle sentido; pero eso sí, un espejo medio maldito por intimista, con cristales ahumados que termina —si concentramos la suficiente afición— por transformarse en un genuino Aleph borgiano de lo que hacemos, sabemos y somos. Visto con precisión y detenimiento puede encerrar el mundo; sí, a la par del círculo de nuestros amigos, el devenir de nuestra familia y nuestro más íntima psicología, imbuida de mentises.
Conocí a Federico en la defensa del equipo Sahara Español, el más tolerante, impredecible e irreverente de los equipos amateurs que se haya parado en el llano; y el más feliz… Compartí la defensa central en muchas ocasiones y siempre califiqué a Federico como el maestro del “recorte”, un arte taurino llevado a la cancha, que consiste en calcular bien las fuerzas centrífugas, las tangentes distintas con que cuenta un defensor para cruzar frente al voraz atacante; no barrerlo esta vez, ni bloquearlo, ni dejarse chocar… y convertirlo en una vaquilla de tienta, victima de su propio ímpetu. Un lance cerebral como pocos, del que Federico salía, cabeza levantada, limpiando el área y ordenando a partir de esa acrobacia los próximos minutos del juego; ¡oh qué placer!; de los mejores reservados al defensor.
Nadie como él para ese cambio de velocidad y esa comprensión sabia; como sabio es el asceta iluminado que confirma la seguridad del último hombre: aquel que domina los tiempos y las prioridades; cuando no requiere romper con un despeje ni tirar el balón afuera. Ahora estás, amigo lector, presto a atestiguar en la escritura este juego de velocidades y correlaciones, siguiendo la pluma de un defensa que desde la zaga entiende y clarifica su mundo.
Si bien conocí en la cancha la paciencia de Federico y escuché su voz para darte ánimo, pedirte marcar a un extremo, salir al fuera de lugar o reconocer y componer el error (voz inconfundible de caballero en el caos de gritos que define el futbol del llano), lo reconocí como escritor en un momento dramático: fue a través de un correo electrónico en el que pedía ayuda, cuando su familia estaba cercenada por la pica brutal que significa una enfermedad terminal en su centro. Su correo, preciso y eficiente como todo en él, contenía media docena de ejemplos sobre lo que ocurre cuando la muerte trastoca toda la cotidianidad por entrar lenta, jodida, crónica y perene. El correo era triste como genial y claridoso: pedía nuestra amistad y al hacerlo nos convertía en sus verdaderos mejores amigos. Cuando Federico habla en la cancha, te convierte en jugador del equipo; si te habla en sus escritos, te convierte en el más entrañable de sus cómplices. Supe entonces de su pluma, que si no hubiera estado dirigida a tan amargo trago, encarnaba tanto el mejor concepto de la sinceridad literaria —la que ha venido confirmando en todos sus cuentos y relatos—, como su capacidad de sacar agua bendita de cualquier piedra, de cualquier Aleph.
Así que hoy estarás conmigo, presto a atestiguar el manantial espontáneo que se puede sacar de esta piedra que es el futbol. ¿Todo lo que sabemos cabe en el futbol? Quizá sí, cuando lo hace desde su zaga el defensor-caballero con la tranquilidad y el tempo que da haber hecho un gran recorte:
En su texto caben, por igual, nuestro equipo llanero de poetas o la explicación claridosa sobre cómo el futbol puede tener ases y maestros tan diferentes como George Best y Riquelme. Caben enteras la historia del futbol y la vida del jugador amateur que, a donde va, ve y vence, entregando amistad y amor por este deporte. Caben estadios enormes de Alemania y España, llanos pedragozos o agujerados por las tuzas y canchas de fut-7 bajo los puentes de Londres. Cabe la cuadra de su casa de niño, tan similar a todas nuestras callejuelas cuando las convertimos en nuestro feudo para batirnos, y abarca la ilimitada pradera francesa donde existió el legendario soule.
Caben reseñas e impresiones de los mejores libros de futbol y anécdotas de penaltis fallados, lesiones e insultos. Caben el Atlante y sus paradojas interminables, junto a la afición mundial, los hooligans, los estilos de los europeos, los africanos, los sudamericanos, los asiáticos y los nórdicos para entender el diálogo de pases y movimientos futboleros. Caben los jugadores de leyenda (de Gregorio Blasco al Tubo Gómez, Maradona y hasta Matt Le Tissier), aquellos bendecidos con el amor simple por la batalla, o aquellos devorados por la comercialización. Caben la política de Mussolini y la Thatcher, los mundiales enormes y los conflictos de chiquillos en las escuelas de primeras habilidades. Y cabe México entero, su tejido de yute familiar resistente a todo, su simulación, su dualidad entre heroica y ratonera. Cabe con claridad todo Federico Fernández, entero como en un ritual de esos de los dioses nahuas lanzándose a la pira de su propio experimento descarnado.
Pero… cuando se habla de un deporte y el deporte mismo es la excusa para explicar el universo, ¿hay acaso cabida para la vejez? Federico —y yo también— está en el vordice de esa ecrucijada donde el lugar del futbol comienza a ser doloroso por los años y el síndrome del retiro. ¿Cuál retiro? ¿El de las canchas? ¿Podemos seguir adelante sin futbol?
Sé bien que compartir un partido y compartir un texto de Federico es, y seguirá siendo siempre, un privilegio. No hay retiro posible. Quizá no lo hay gracias a esta capacidad de usar, acompañados de unas cervezas, la metáfora del balón, los equipos y las jugadas para dar cátedra sobre cualquier tema. Sin embargo, tal intención no deja de ser un tanto exagerada, demagógica. La verdad es que mejor podríamos revertir los términos y hacer que no sea el futbol la via para abordar un mundo, sino viceversa. ¿No será más realista usar la metáfora del mundo como la fórmula más adecuada para platicar de lo que en verdad nos importa: el futbol?
Alguna vez en la tertulia posterior al partido, Diego García del Gállego, nuestro portero de siempre, nos corrigió diciendo que como auténticos futbolsitas llaneros no jugamos cada sábado para curar, exorcizar o explicar las penas, los enojos y los complejos de una incomprensible y fastidiosa semana de trabajo; por el contrario, trabajamos arduamente toda la semana —y lo hacemos con mucho ahínco— para curarnos la locura adquirida en razón del futbol de cada sábado. Que no sea entonces Todo lo que sabemos: cancha, itinerario y cultura un Aleph… Que no sea un libro donde cabe el mundo entero: que mejor sea un Tav, última letra del alfabeto hebreo, símbolo de la perfección y la verdad, donde el mundo y todas sus inutilidades, contradicciones y sandeces sirvan para entender algo tan genuino y delicioso como el momento en que el balón de futbol nos convoca, hace un extraño y nos maravilla.