Almas en llamas
Alejandro Estivill
Los reflejos blancos y rojos que embisten el aire húmedo son la clave para conocer con certeza el lugar donde uno se encuentra. Estamos ahí. No tenemos dudas; no porque conozcamos de tiempo ese aroma y esos muros craquelados, despostillados como víctimas de una infección de salitre, con la pintura abombada en sus ladrillos más bajos surgidos del pavimento con el tono herido del esfuerzo. La razón es otra: la ciudad misma, la ciudad es única en porches de tiendas con clientes que buscan un diálogo largo al visitarlas por una golosina; gente que espera una cortesía de excepción cuando compran un queso blanco, unos refrescos. Nadie confunde esos callejones empapados al ritmo de los chubascos cortos; y no hay persona que dude del sonidos de los autos viejos y luchones por encontrar un espacio al subir media llanta a la acera. La mirada general de sus habitantes saluda y, por igual, desconfía al cruzar con el vecino. La ciudad es única y sabemos que estamos en ella porque si no lo supiéramos, con nuestro nombre propio liquidado entre las manos, dudaríamos incluso de quiénes somos. Sabemos que estamos ahí, caídos. Es más, si nos presionan sabemos que estamos en el extremo sur, donde hay pueblos apelmazados más que urbe; barrios con su vibración exclusiva. Rebeldes y trasnochados que no se mezclan y llevan en alto el nombre de su santo, su mayordomo y su gente con tres o más generaciones de bañarse con la misma agua y el mismo ruido. Lo sabemos.
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